Ir al contenido principal

El virus, el capitalismo y la revancha de lo concreto


La igualdad de trabajos toto cælo [totalmente] diversos sólo puede consistir en una abstracción de su desigualdad real, en la reducción al carácter común que poseen en cuanto gasto de fuerza humana de trabajo, trabajo abstractamente humano. El cerebro de los productores privados refleja ese doble carácter social de sus trabajos privados solamente en las formas que se manifiestan en el movimiento práctico, en el intercambio de productos: el carácter socialmente útil de sus trabajos privados, pues, sólo lo refleja bajo la forma de que el producto del trabajo tiene que ser útil, y precisamente serlo para otros; el carácter social de la igualdad entre los diversos trabajos, sólo bajo la forma del carácter de valor que es común a esas cosas materialmente diferentes, los productos del trabajo.

- Karl Marx. El Capital. Tomo I

El mundo inicia la tercera década del siglo XXI en crisis. El detonante directo, en esta ocasión, no ha sido el incomprensible funcionamiento de algún instrumento financiero altamente riesgoso, ni el estallido de una burbuja crediticia, ni una política económica "irresponsable" de algún país subdesarrollado, ni otro fenómeno económico que se mantuviera en las sombras, esperando el momento para hacer temblar al sistema. Esta vez, el detonante es tan simple que no puede evitar ser considerado con incredulidad: se trata, ni más ni menos, de un virus. 

Cuando el virus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad COVID-19, apareció en China a finales de 2019, pocos sospechaban el grado en el que se esparciría por el mundo, poniendo freno a la rutina diaria de miles de millones de personas y en algunos casos cambiando radicalmente sus vidas. Aunque menos mortal que otras enfermedades que han causado pandemias, la extraordinaria capacidad de contagio se combinó con un mundo híper-conectado por viajes de avión, carreteras y vías marítimas para llegar, en el momento en el que se escribe este texto, a más de 6 millones de infectados y más de 375 mil personas fallecidas, cifras que abarcan casi todos los países del mundo. 

Cuando el número de contagiados aumentaba rápidamente en China, el gobierno de ese país implementó drásticas medidas de "distanciamiento social", ordenando a las personas permanecer encerradas en sus hogares, paralizando así fábricas, oficinas, escuelas, restaurantes, viajes, hoteles, actividades de recreación, etc. Este modelo se reprodujo en su esencia en los países en los que el virus alcanzaba las fases de más rápido contagio; el "epicentro" de la pandemia se trasladó de China a Europa (España e Italia, especialmente) y de ahí a Estados Unidos. La situación apenas se agrava en América Latina y lo peor está por suceder en África. En un rango de medidas que va de "recomendaciones" a quedarse en casa hasta toques de queda, la población se encuentra encerrada a la espera de que un agente biológico invisible termine de hacer estragos y la vida diaria, o lo que se entendía por ella, vuelva a su curso. 

Las consecuencias del encierro son evidentes para cualquier persona. Al no poder ir a trabajar, se imposibilita que la fuerza de trabajo pueda valorizar capital, la creación de mercancías no tiene lugar y estas no pueden realizarse en el mercado con la regularidad en la que antes lo hacían. Las empresas no reciben ingresos por ventas y por lo tanto, el plusvalor que reciben se detiene momentáneamente o es menor al ritmo "normal". La pausa de la distribución de mercancías hace que los precios de algunas de ellas aumenten, y la completa ausencia de demanda de algunos servicios los disminuye. La economía mundial capitalista se derrumba. 

Las bolsas de valores del mundo caen en picada ante las expectativas de que el plusvalor futuro será poco para reclamar, los precios internacionales de los commodities caen ante la paralización de la demanda (causando fenómenos nunca antes vistos, como un precio negativo del petróleo), flujos enormes de capital salen de las economías "emergentes" hacia activos seguros, aumentan tipos de cambio, se detiene el comercio internacional, pequeñas empresas cierran, grandes empresas recortan personal y el desempleo aumenta drásticamente, incrementando la pobreza. El planeta, sin embargo, se da un respiro: allí donde la actividad industrial se suspende y disminuye el transito de automóviles, la contaminación se reduce y predominan los cielos despejados. 

Ante la perspectiva de la mayor caída de la economía mundial desde la mayor crisis del capitalismo iniciada en 1929 y tras décadas de crecimiento mediocre, los gobiernos del mundo intentan reducir el daño hasta donde sea posible y "cueste lo que cueste". La primer munición gastada es la de la política monetaria: prácticamente todos los bancos centrales del mundo disminuyen sus tasas de interés de referencia y proveen de liquidez a los bancos, probablemente con la certeza de que por más barato y disponible que sea el crédito no será en absoluto suficiente para mantener la economía a flote. Sobre todo, porque la naturaleza de este desplome económico no es financiera, sino "real", concreta.

El origen concreto de esta parálisis económica, el simple hecho de que sin trabajo humano no hay valor, acaba de golpe con la arrogancia de una sociedad fascinada con su propia modernidad. Durante años, los innumerables discursos y teorizaciones sobre la "economía del conocimiento", "la predominancia del sector de los servicios", el acrítico optimismo tecnológico y el "paso a segundo plano" de la producción material habían impregnado agendas políticas y académicas. Hoy, ante la posibilidad de una economía realmente paralizada, se decreta con urgencia la importancia crucial de los llamados "trabajadores esenciales", un término que pocas personas habían escuchado en sus vidas, emitido oficialmente. Lo que en el fondo significa ese concepto puede ser de insospechada importancia, y potencialmente clave para la acción política y el cambio hacia una economía diferente a la actual. 

Está en la propia estructura material del capitalismo el ocultar el carácter concreto de los procesos productivos de las mercancías que nos encontramos todos los días y que obtenemos por medio del intercambio, pagando precios. En el mercado, siempre se puede cambiar cierta cantidad de una mercancía por una cierta cantidad de otra, no importando sus características físicas, químicas, su utilidad, etc. Si tengo 5 pesos, puedo comprar un boleto del metro, una pequeña bolsa de dulces, cinco chicles o un bolígrafo barato. Así como estas mercancías se igualan entre sí, así se igualan los trabajos de los que son producto. El trabajo particular de la producción del boleto del metro (y la operación de este), de los dulces, los chicles y el bolígrafo barato son reducidos a una cierta cantidad de trabajo "igual": es el propio mercado el que convierte los trabajos concretos en trabajo abstracto. Sucede, de igual manera, a gran escala: el trabajo de un analista financiero, un informático, un publicista, un profesor y un burócrata se iguala con el del médico, el campesino, el obrero, el comerciante, el albañil y el recolector de basura. La riqueza deja de ser una cantidad de cosas útiles por sus valores de uso y se convierte en una suma de mercancías, de valor. 

Con la irrupción de la pandemia de COVID-19, el velo que cubre el aspecto concreto de los diversos trabajos, sus condiciones y contradicciones materiales, así como los productos de éstos como valores de uso se hace más transparente y permite mirar a través de él (aunque, por supuesto, sin eliminar el intercambio mercantil como estructura económica general del capitalismo). Cuando los profesionistas se quedan en casa para evitar contagiarse, los víveres de los que disponen para resistir son los producidos por los obreros y los campesinos mal pagados, distribuidos por trabajadores del transporte, posibilitados en su realización por comerciantes informales, cajeros de supermercados, o por repartidores inmersos en la precariedad de la moderna gig economy. Mientras algunos trabajan y toman clases conectados en plataformas de video online, el trabajo de reproducción social de limpieza, lavado y preparación de comida es realizado por ciertos miembros de la familia, en su mayoría madres. Cuando los desechos se acumulan y es necesario sacarlos, los recolectores de basura están ahí para llevárselos a quién sabe dónde. Esperando a que lo peor pase, un sector de la población se mantiene protegido mientras médicos, enfermeras y enfermos cuidan a los infectados, luchando en sistemas de salud públicos destrozados por décadas de neoliberalismo. Por momentos, la población es capaz de ver la utilidad material de las actividades que estas personas realizan diariamente y sin las cuales su vida sería gravemente perjudicada, hasta el punto de ser insostenible. Casi siempre maltratados, los trabajadores "básicos" se rebelan como el verdadero Atlas que sostiene al mundo en sus hombros, ahora más pesado por el riesgo potencialmente mortal de realizar sus trabajos. Resulta que el "mundo tecnológico" de la comodidad ilimitada era una falsa ilusión, y que la producción material y los que la llevan a cabo nunca se habían ido. 

La romantización de lo anterior, sin embargo, puede distraer de la cuestión de fondo. La retórica militar de algunos comentaristas que consideran a los trabajadores esenciales como soldados que van y regresan de la guerra, rindiendo alabanza a su honorable sacrificio por el bien común, evita el tema de que no es por un sentido del deber que estas personas salen todos los días a trabajar, sino porque la necesidad impuesta por el mercado los obliga a vivir en una constante lucha para mantener a sus familias y a sí mismos. Ignora, igualmente, las condiciones de explotación en las que esas personales trabajan, aspectos raciales y de género, geográficos, ambientales, etc. 

Con las balas de la política monetaria gastadas y abrumados por un capitalismo al borde del precipicio, los gobiernos mandan al basurero a la doctrina de la supremacía del mercado y la no intervención, y preparan enormes paquetes de rescate, sin precedentes en la historia, aceptando políticas y medidas temporales que sólo hace algunos años habían sido tachadas de absurdas e irreales. Son conscientes de que a estas alturas, el capitalismo en su conjunto es un enorme too big to fail. Se declara que las "actividades esenciales" deben permanecer en marcha, sólo por el hecho de mantener la reproducción social en niveles aceptables para la supervivencia. Los nuevos desempleados son conscientes de que al ser expulsados del mercado laboral se pone en riesgo su acceso a los satisfactores de necesidades vitales, y algunos capitalistas no pierden la oportunidad de exprimir hasta donde es posible la capacidad (y necesidad) de los trabajadores para asistir a trabajar en condiciones altamente peligrosas para su salud. Algunos incluso se esfuerzan en registrar sus actividades como “esenciales” con tal de mantener el flujo de ganancias fluyendo sin contratiempos. 

Las contradicciones acumuladas salen a relucir, la debilidad estructural de las economías brilla en todo su esplendor. No hay un villano favorito particular al que se pueda culpar en esta ocasión: no fueron los bancos, no fue la deuda, no fue la "irresponsabilidad" fiscal, no fueron los malvados bancos centrales y sus conspiraciones, no fue nada de lo que se esperaba. Como pocas veces en la historia, el que falla, el que se descubre que sus objetivos son incompatibles con lo que es necesario para salvaguardar la vida humana, es la totalidad estructural del modo de producción. 

La revancha de lo concreto, relegado siempre a lo subterráneo, considerado desagradable para la vista, hoy despierta debates que antes se consideraban tabú, y se discuten como consecuencia de un pequeño virus que puso al mundo de cabeza. Hoy, los que sostienen al mundo con su actividad práctica, con su trabajo (y los que se benefician de él), tienen la oportunidad de darse cuenta de que no son los CEO's los que hacen que las cosas sucedan, sino los que las realizan todos los días, invisibilizados por la imparable velocidad de la vida moderna. En la calma de las cuarentenas y los encierros (para aquellos que se los pueden permitir), quizá se descubra que la realidad no es más que un producto de quienes la hacen, y que tomar consciencia de ello es también ser consciente de la libertad de cambiarla. Cuando, aturdida, la población pueda salir a la calle, tenerlo en cuenta podría redefinir el futuro de forma definitiva. 

Multitud de cordialidad Jesus Vázquez Rodríguez - Artelista.com
Vázquez Rodríguez, J. (2010). Multitud de cordialidad . España. 


Héctor Muñoz R.
Guardián de Ecatepec, la zona más oscura de la Tierra media. Siempre socializo la tarea. Hablo tan poco que no tengo redes sociales.

Comentarios