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A propósito de los ídolos (de los que se van y los que se quedan)

 Ya Carlos Monsiváis contaba un episodio sobre el que me gusta pensar.

 

El poeta tabasqueño Carlos Pellicer, de apenas catorce años, en 1911 se encontró por las calles del centro de la Ciudad de México, a quien en un futuro podría llamar colega, al poeta peruano José Santos Chocano. Como el niño que era, Pellicer olvidó la ruta que habría de devolverlo a su casa y absorto sólo pudo atinar a acechar torpemente a un Santos Chocano que pronto notó que un diminuto ser le perseguía.

 

–Niño, ¿tú quieres algo de mí? –preguntó el peruano sonriendo.

–No, señor. Es que… yo a usted lo admiro mucho –vaciló Pellicer.

 

Sin perder la sonrisa, el poeta le puso la mano derecha sobre el hombro y con la otra suavemente le tocó la barbilla. No se dijeron nada. Se alejaron.

 

El niño Pellicer tomó el tranvía regreso a casa. La emoción que sintió de poder estar tan cerca de un gran poeta no le permitió comer ese día.

 

Sarcástico, Monsiváis remata la tierna anécdota del poeta tabasqueño: “Ahora sería la emoción de estar cerca de un gran empresario porque los países, desde luego, progresan”.

 

No conocí a Monsiváis en persona, así que nunca pude preguntar por sus intenciones. Pero por la risa del auditorio que acudió a esa cátedra en el Tecnológico de Monterrey puedo creer que, como yo, también pensaron que se trataba de una broma. O quizá tanto a ellos como a mí nos dio la risa nerviosa, porque al continuar Monsiváis diciendo que en el momento que ocurrió el encuentro entre Santos Chocano y Pellicer “los poetas eran el centro de la espiritualidad social y la belleza el mayor bien de la patria y del individuo”, no debe ser uno muy introspectivo… por puro reflejo se le forma una pregunta: ¿Cuál es el centro de la espiritualidad social ahora?, ¿cuál es el mayor bien de la patria y del individuo?, ¿qué significa eso para mí? Y en ese caso, sí, reírnos no suena a una mala idea.

 

Yo no creo o tal vez no quiero creer que los empresarios estén ahora en el centro de la espiritualidad social. Por otro lado, tampoco creo que la cosa haya sido, aun en ese tiempo, tan homogénea como para afirmar que los poetas tenían incontestablemente ese lugar en la sociedad. Creo en la subjetividad y creo que la individualidad, por lo que bien mi ídolo o el tuyo podría ser “cualquiera”, lo cual parece azaroso, casi tan impredecible que no vale ni el esfuerzo de indagar en ello… pero no lo es. 

 

Creer que cualquiera puede ser un ídolo, de cierta forma es como creer en Dios. Si creemos eso, significa que estamos abiertos a la posibilidad de que Juan, el vecino de en frente, Pedro, el de atrás, o Diego Armando Maradona puedan ser tal cosa como ídolos sólo por el hecho de ser Juan, Pedro o Diego Armando Maradona: estaban predestinados a serlo. Es decir, Jesucristo, en la tradición cristiana, no era el hijo de Dios porque curara leprosos o porque multiplicara los panes; multiplicaba los panes y curaba leprosos porque era el hijo de Dios, sólo así y nunca al revés.

 

Los ídolos, estas personas que idealmente deberían componer “el centro de la espiritualidad social”, son tal porque reúnen una serie de cualidades que previamente ya buscamos o perseguimos (consciente e inconscientemente) y ellos sólo las encarnan, no nos las imponen. La espiritualidad social la construimos entre todos, los ídolos sólo se visten de ella. 

 

A propósito de Maradona (que sobra decir que fue lo que despertó mi reflexión), dijo Marcelo Bielsa, director técnico argentino: “En cuanto a lo que significa para nosotros en particular (los argentinos), Diego nos hizo sentir que es la fantasía que genera el ídolo. El ídolo, el mito, la leyenda, hace que un pueblo crea y que lo que hace esa persona somos capaces de hacerlo todos. Por eso la pérdida de un ídolo golpea tanto a los más excluidos, a los más indefensos, porque son los que más necesitan creer que es posible triunfar”.

 

No vi jugar a Maradona y, no empatizo con la mayor parte de lo que conozco acerca de su vida privada. Pero empatizo con el dolor de la gente, porque al igual que Bielsa no creo que ellos le lloren a una zurda que hace casi veinte años que no ven pateando un balón. Si hoy Argentina (no privativa, pero sí especialmente) se lamenta por la muerte de Maradona es por ver cómo el testimonio de que la miseria se puede trascender yace en un féretro. Diego es pueblo, dicen.

 

Por eso duele. Porque parece que los ídolos van cambiando y no creo que sea porque éstos, como Maradona, se hayan corrompido, sino que hemos dado por sentada esa corrupción y la hemos hecho el nuevo valor que perseguimos. 

 

Ya no buscamos figuras que nos hagan empatizar, que nos reivindiquen; buscamos que nos "empoderen". Nos convencimos de que Maradona fue una excepción a la norma y ni su virtud pudo salvarlo de caer en desgracia. Entonces, a nosotros, ¿quién puede salvarnos?

 

Nos convencimos de que no, que no todos somos capaces de hacerlo. Entonces nos aferramos a una ilusión igual de ingenua, pero un cuanto más egoísta de que si sólo unos pocos pueden, tendríamos que ser nosotros. 

 

La desigualdad y la miseria, que parecen habitarlo todo, ya no permiten que la belleza, la nobleza, la generosidad o cualquier otro valor (aún) considerado valioso, sean los mayores bienes de la patria y del individuo, como decía Monsiváis. Porque para permitirnos esos bienes hace falta una cuota de entrada que sólo los Elon Musk o los Arturo Elías Ayub pueden pagar. Sólo a ellos se les permite la bondad. Sólo ellos pueden ser “ídolos”. Pero no creo que sea a ellos lo que en verdad idolatramos

 

Los ídolos que nos quedan ya no son la excepción a la norma, esa excepción que nos justifica, que nos explica en nuestra humanidad de carencias, fallas, frustraciones y tristezas. Los ídolos que nos quedan son la personificación misma de la norma, la norma que nos excluye y oprime; que nos pide ser excepcionales si queremos sobrevivir, perfectos si queremos trascender. Pero los ídolos que nos quedan no sufren de infartos, a ellos no les puede disparar ningún fan, ni viajan en avión. Zuckerberg, Gates, Jobs o Rockefeller, los apellidos no importan porque los ídolos que nos quedan son realmente la riqueza, el prestigio y el poder, y esos no mueren, a esos hay que matarlos. ¿O será que cansados de fallar en cambiar las reglas creímos más sensato hacer de éstas nuestra religión?

 


Foto: FIFA / Edición cutre: Cuauhtémoc González Magdaleno

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