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La perversa institucionalidad.

El fatídico sueño de la democracia se sustenta en dos pilares que parecieran excluyentes entre sí, uno donde cada opinión tiene exactamente el mismo peso (y derecho a ser expresado) que sus equivalentes, y el otro, que obliga la existencia de un aparato coercitivo que permita la expresión de todas las partes. 

Una incongruencia de semejante envergadura debería amenazar con derribar desde la raíz el sistema, al menos que uno de estos no esté cumpliendo su propósito. El remarcado autoritarismo que rige la política ha desplazado todo principio de organización colectiva, ya sea en su forma de hastío por los vacíos que la misma élite política ha permitido o algo tan loable como la protección y resguardo ambiental.

En un país donde se secuestra, intimida, amenaza, amedrenta o "levanta" a aquel que no tiene para “ponerse a mano” y en ocasiones ni siquiera llega a estar tras los barrotes porque la calentadita se les pasó. Se demuestra que la justicia sólo es accesible para aquellos que son capaces de solventarla (sin afectar intereses mayores). El artículo 17 constitucional1 pareciera ser una de las más grandes fantasías.

La institucionalización de la violencia está en manos de los cuerpos que deberían de proveer justicia y seguridad. Se convirtió en un monopolio que ha logrado desangrar hasta las entrañas a las poblaciones. Es esa violencia la que cuestionamos, la del que la ejerce con fines de someter, la respuesta del que resiste es, por decir lo menos, humana. 

Por aquellos activistas que perdieron la vida buscando la conservación, haciendo frente a proyectos extractivistas que no consideran más allá del horizonte de su retorno de inversión; proyectos disfrazados de increíbles obras de la ingeniería que supuestamente generarán derramas suficientes para todos los grupos autóctonos que no han conocido la paz. También quienes no cesan en la lucha por derechos, que incomodan a los intereses particulares, ellos que son criminalizados por frenar megaproyectos y privatizaciones. Incluso quienes simpatizaron en un mal momento.

Son a ellos quienes la policía y fuerzas armadas al servicio del capital -incluso aquel que está fuera de la legalidad- se han encargado de asediar, manteniendo una dinámica de desplazamiento, y fomentando la exclusión, el racismo, la perenne desigualdad. Parece que la capacidad de resguardar el orden público ha mutado a la potencialidad de convertirse en un secuestrador o asesino. Un poco de tela y metal ha transformado la esencia de algunos de lo que decidieron dedicar su vida a servir. El delirio de autoridad y la despiadada desigualdad (nunca a modo de excusa) los deshumaniza. Se les desasocia de su cualidad de pueblo, profundizando en una disociación que les obliga a negarse para subsistir. Pertenecen al beneficio antes que al bienestar.

El sistema se embate con sí mismo, si se decide no optar por aparatos represivos, cabe siempre la posibilidad de un cese en los acuerdos, desembocando en violencia, mientras que; si se abraza la disrupción, se ha condenado a su propia extinción. 

La perpetuidad de la democracia no hace más que desestabilizarla. Las élites no “consultan al pueblo”; la celebración de votaciones es un sueño ilusorio suficiente para mantener la delegación del poder en el espectro evidente de la socialización. Las relaciones ya no se pueden seguir basando en un falso consenso, la dinámica de sumisión ha alcanzado un límite. Aquellos encargados de velar y cuidar han demostrado el peso de su institucionalidad.

El mito del mestizaje que presuntamente desaparecería toda diferencia intergrupal es tan falso como la sensación de poder en la que las fuerzas armadas se envuelven al cargar una placa. No nos cobijemos con las formas que presumimos correctas para manifestarnos, indignémonos de los atropellos, reclamemos cada bomba lacrimógena, cada bota que ha pisoteado la esperanza de cambio, basta de encubrir y aplaudir brutales labores represivas cuando las balas se disparan buscando el único beneficio del capital. En la ley no se vive la polarización “motivada por el esfuerzo”, se vive la latente y creciente desigualdad, solapada a todo nivel y mantenida por la misma base.

Imagen obtenida de Twitter
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1 (…)Toda persona tiene derecho a que se le administre justicia por tribunales que estarán expeditos para impartirla en los plazos y términos que fijen las leyes, emitiendo sus resoluciones de manera pronta, completa e imparcial. Su servicio será gratuito, quedando, en consecuencia, prohibidas las costas judiciales. (…) «

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