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La suave ficción patria

 

Suave Patria, vendedora de chía:

Quiero raptarte en la cuaresma opaca,

sobre un garañón y con matraca,

y entre los tiros de la policía.

 

Fragmento del poema Suave Patria de Ramón López Velarde

 


De México sé apenas lo que me cuentan los libros. Eso parece.

 

Cuando pequeños, bebimos de la historia oficial. Memorizamos efemérides, transcribimos biografías, aprehendimos símbolos, coloreamos mapas, recitamos capitales. Apenas algunos tuvimos aproximación a la subversión de la boca de un atrevido docente. Como mi maestra de primaria, a quien no le hacia mucha gracia la figura del Pípila. Allá ella.

 

Pronto, cuando parecía no haber nada nuevo, cuando no entendíamos las letras que lo componían, pero cantábamos el himno nacional inconscientemente, como el jingle de un comercial o como cantamos Despacito en el 2017, nuestra noción de patria se abrió. No diría que se abrió a la crítica, sino a la duda. No es que nuestro examen de lo mexicano se volviera más riguroso, es sólo que a la voz de mi maestra se sumó un coro, algunos con buenos, otros sin ningún tipo de argumento, pero esto hizo replantearnos hasta la ruta de Hidalgo.

 

Escogimos avatares. Algunos decidieron que los malos no eran tan malos y que los buenos no fueron propiamente santos, otros todo lo contrario. A algunos, es cierto, no les importa tanto nada de esto. Vino la historia de los vencidos, vino el neoporfirismo, que si Maximiliano amaba México, que si imagínate si nunca nos hubieran conquistado. No importa en qué creamos, siempre que creamos en algo. Y lo hacemos.

 

Para izar la bandera no hace falta que uno crea, como una vez supimos, que el verde significa esperanza, el blanco la unidad de los mexicanos y el rojo la sangre derramada por éstos. En una de ésas, qué bueno (o no) que uno no sea completamente consciente de la sangre que ha sido derramada cada que miramos ondear una bandera. Septiembre sería, cuando menos deprimente. Lo que hace falta, eso sí, es que uno esté convencido de que es posible tal cosa como ser mexicano. 

 

Hasta hace poco, la modernidad mexicana era huérfana (ni mother-ni-dad), decía Carlos Fuentes. A raíz de la independencia, le dimos la espalda a lo hispánico, pero no para reivindicar nuestras tradiciones indígenas o africanas, porque el progreso sólo se encontraba en Estados Unidos, en Francia, en Inglaterra. Eso creímos y eso aún creen algunos. 

 

Lo intentamos. Les copiamos todo, desde la Constitución hasta la arquitectura. Edificamos grandes palacios afrancesados, que aún nos enorgullecen, y emprendimos campañas de exterminio contra yaquis en el norte y contra mayas en el sureste, que aún nos negamos a ver, como si no fueran parte de una misma idea de modernidad tratada de llevar a cabo.

 

Una victoria de la posrrevolucionaria, pensaba Fuentes, fue el diagnóstico del fracaso moderno mexicano y la contestación a éste, que consistió en regresar a las tradiciones que quisieron ser ocultadas, para conjugarlas con creaciones nuevas. Sólo así pudimos entender que no éramos huérfanos.

 

Descubrimos que no éramos aztecas ni gallegos. Pero curiosamente necesitamos tanto de la herencia indígena, como de la influencia hispana para redescubrirnos como mexicanos. Un redescubrimiento patente en las novelas de Mariano Azuela, en los frescos de Diego Rivera o en la propia obra filmográfica de un español exiliado en México como Luis Buñuel.

 

¿Acaso no es curioso que en creaciones como las de Buñuel o la de Remedios Varo identifiquemos elementos de nuestra propia nacionalidad? Para la generación de intelectuales mexicanos de mediados del siglo XX de la que formó parte Fuentes no tiene mucho de enigmático, pues estaban muy convencidos de que la interacción con la otredad, la prueba contra lo distinto es lo que refuerza la identidad propia. “Seamos generosamente universales para ser provechosamente nacionales,” decían.

 

El historiador Yuval Noah Harari tiene una noción un tanto más provocadora. Para él, la percepción del sentido nacional es un mito, una ficción.

 

Harari sostiene que nos distinguimos de entre otras millones de especies animales por nuestra capacidad de lenguaje, por la flexibilidad de éste, que nos permite absorber, poseer y divulgar un sinfín de información que históricamente nos ha dado una ventaja para sobrevivir en un mundo que no es con nosotros particularmente menos hostil que con cualquier otro animal. Sin embargo, las capacidades vocales que poseemos no son el atributo de nuestra comunicación más importante (un loro puede reproducir cualquiera de nuestras palabras), y en general, muchas especies han logrado establecer maneras de alertarse sobre depredadores o de manifestar sus emociones. Lo verdaderamente excepcional es nuestra capacidad de crear y transmitir información sobre cosas que no existen. No hay ningún otro animal con versiones siquiera primitivas de leyendas, mitos, dioses y religiones, como las que tenemos nosotros. 

 

Pero el historiador nacido en Israel va incluso más lejos y cuestionando la consistencia de su propia tesis, se pregunta por qué el hombre abdicó del tiempo que bien pudo usar para buscar comida o reproducirse, en favor de tiempo para rezar. 

 

La ficción nos ha permitido no sólo imaginar cosas, sino hacerlo colectivamente. Podemos urdir mitos comunes tales como la historia bíblica de la creación, los mitos del sueño de los aborígenes australianos, y los mitos nacionalistas de los estados modernos. Dichos mitos confirieron a los sapiens (nuestra especie) la capacidad sin precedentes de cooperar flexiblemente en número. […] Los sapiens pueden cooperar de maneras extremadamente flexibles con un número incontable de extraños.1

 

Tal vez eso sea. La ficción puede que sea la única o la mejor forma que tenemos para motivar la cooperación. Quizá no halla forma mejor de persuadir a 130 millones de personas que no se junten en cuadrillas a matarse unos a otros –y mira que esta estrategia nos falla a menudo, que convencerlos de que tienen algo en común, que son todos mexicanos. 

 

Pero ¿qué pasa si decido creer aun sabiendo que todo es ficción?

 

Hay algo en la manera utilitarista de Harari que no me cuadra. Y lo sé, entiendo que existe una discusión científica sobre la correlación entre el lenguaje y la cohesión de grupos sociales grandes, como los que sólo los humanos hemos conformado notablemente. Entonces, claro, debe haber algo de útil en las ficciones que nos contamos para la supervivencia de la especie. Pero ¿eso es todo? Toda la cultura, todos nuestros mitos y nuestros símbolos, las pinturas, las novelas, las películas y las canciones, ¿fueron tan sólo por sobrevivir? ¿Es todo esto sólo una estrategia muy barroca de supervivencia?

 

La respuesta a esta interrogante sólo la encuentro en la Suave Patria, el poema de Ramón López Velarde. Publicado en 1921, en un clima de violencia posrevolucionario, Velarde inventa un poema de México que no quiere ser nacionalista, que no quiere ser patriotero. Aunque algún despistado pudiera creerlo.

 

Las imágenes que evoca son una revisión estética de la cotidianidad. No se ocupa, sino que desdeña y aun critica el músculo que los símbolos convencionales, como el himno nacional, pretenden mostrar con sus belicosos motivos y que, de tal suerte, parecen querer convencernos por la fuerza de sentirnos mexicanos. La patria, para Velarde, va de otra cosa. No está en los fusiles, ni en las carrilleras, se encuentra en el maíz, en el olor de las panaderías, en el cielo que se rompe por relámpagos de verdes loros. 

 

Y no es un poema plano, liviano o simple. Es decir, Velarde no se propone ofrecer la otra mejilla, no pretende al hablar de garzas y de rompope, darle la vuelta a la violencia de un México de victorias pírricas, de derrotas morales. Quizá sea por esto que no hay Villa o Zapata, héroes aún en su empaque, en ese tiempo. Y que, para él, el único héroe a la altura del arte es Cuauhtémoc, el héroe indígena caído, el único héroe que somos todos.


El poeta y ensayista Víctor Manuel Mendiola lo apreciaba,

 

Lo claro envuelve a lo oscuro, la alegría envuelve al dolor, lo simple oculta a lo complejo. Pero si se lee cuidadosamente, no es simple, ni claro, sin complejidad y sin dolor.

 

Habla de la violencia con suavidad, con ternura y gentileza, pero firme. En un momento de enorme violencia, escribe un poema en donde aparecen los paisajes claros del país, pero deja ver la oscuridad. […] Donde la bondad y la ternura iluminan la violencia, nos deja verla de otra manera. Pero también nos da la clave para conjurarla, en el verso que reza “Patria, te doy de tu dicha la clave, sé siempre igual, fiel a tu espejo diario”. Es decir, frente a la destrucción, propone una solución: no abandones tu ser, las formas características del alma de México.2

 

¿Y cuáles serían las formas características del alma de México?

 

La patria es una ficción, por supuesto, pero eso no la hace menos cierta. La posibilidad de entender que la mexicanidad es un invento es nuestra oportunidad de no vencernos ante un destino manifiesto marcado por ella. No somos el pueblo que se une en la desgracia, ni el que siempre sonríe, pero tampoco es verdad que nuestro peor enemigo sea otro mexicano, ni que queramos todo fácil porque somos huevones. 

 

La patria sí es un mito compartido colectivamente, pero ante todo la patria es una ficción propia, es un relato que decidimos volver personal. Y si la patria es personal, lo personal es patria. No sirvamos más a la patria estática de los libros de texto, hagamos de la patria el lienzo de millones de luchas nuevas e históricas, y de esa forma hagamos que la patria nos sirva a nosotros. Si todo es, a final de cuentas, un mito que inventamos, ¿qué nos impide a nosotros ser quien lo inventa?

 

De que falta mucho estoy convencido, entiendo que hay fuerzas aparentemente mucho más grandes o mucho más pesadas, en forma de estructuras que nos oprimen y no hay noción de patria, por más ficticia, que pueda escaparse de ellas. Pero creo en lo que dijo el poeta peruano, Emilio Adolfo Westphalen, “El sueño no es un refugio, sino un arma”. Por eso no quiero escapar: para esta ficción de muerte, sólo otra ficción de lucha.

 

Tomemos la belleza, la estética, lo deslumbrante de esa patria de López Velarde, de esa patria de las pequeñas cosas, no como justificación de los horrores que hemos padecido para sobrevivir, sino para establecer los motivos que nos quedan para querer seguir viviendo. Y luchar. 

 

Sobrevivir no es suficiente. Queremos vivir y tenemos razones para hacerlo. Así de suave es nuestra patria. 


El tormento de Cuauhtémoc (1950-1951) - David Alfaro Siqueiros



Harari, Y. (2019) De animales a dioses. Ciudad de México. Debate. Pp. 38 «


Excélsior. (19 de diciembre del 2012). La suave patria revisitada. Excélsior. Recuperado de https://www.excelsior.com.mx/2012/12/19/comunidad/875651 «  

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