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Si no podemos divertirnos, ¿cuál es el punto? por David Graeber

Alguna vez, mi amiga June Thunderstorm y yo pasamos media hora sentados en la pradera junto a un lago. Mirábamos a un gusano balancearse desde la punta de una hebra de pasto, torciéndose hacia cualquier dirección posible, para finalmente saltar hacia otra y ahí repetir el ritual. El proceso continuó de forma cíclica, constituyendo un gasto masivo de energía en una acción que aparentemente no tenía razón de ser alguna.

“Todos los animales juegan,” me dijo June. “Incluso las hormigas.” Ella había ejercido profesionalmente la jardinería durante muchos años, por lo que había presenciado múltiples actos parecidos que usaba como referencia. “Mira,” dijo con modesto aire triunfal. “¿Ves a lo que me refiero?”

 

Al oír esta historia, la mayoría de nosotros pediría una prueba. ¿Cómo podemos saber que el gusano estaba jugando? Tal vez los círculos invisibles que trazaba en el aire con su bamboleo eran parte de la búsqueda de algún tipo de presa. O de un ritual de apariamiento. ¿Podemos probar que no lo eran? Incluso si el gusano hubiera estado jugando, ¿cómo podemos saber que ese juego no servía a un propósito práctico: ejercicio o entrenamiento personal para una posible futura emergencia de gusano?

 

Ésta también sería la reacción de la mayoría de los etólogos. Generalmente, un análisis de comportamiento animal no es considerado científico salvo que el animal se asuma, al menos tácitamente, como un actor que opera en sintonía con los mismos medios/fines que uno aplicaría a las transacciones económicas. De acuerdo a este precepto, un gasto de energía debe estar dirigido hacia alguna meta, ya sea obtener comida, asegurar territorio, afianzar dominio o maximizar el éxito reproductivo –a menos que sea posible probar tajantemente que no es así, una prueba de ello es, como puede imaginarse, muy difícil de obtener.

 

Debo enfatizar que no es realmente importante la teoría de motivación animal que un científico pueda animar: lo que se crea que el animal piense, si es que se cree que un animal puede efectivamente “pensar” algo en lo absoluto. Con esto no refiero que los etólogos realmente crean que los animales sean simples máquinas racionales y calculadoras. Sólo digo que los etólogos se han encerrado en un mundo donde ser científico significa ofrecer explicación sobre el comportamiento en términos racionales –que a su vez significa describir a un animal como si fuera un actor económico calculador, siempre tratando de maximizar alguna clase de interés personal– sean cual sean sus teorías de la psicología o motivación animal.

 

Ésa es la razón por la cual la existencia del juego en la conducta animal es tenida como un escándalo intelectual. Se ha despreciado su estudio, y cualquiera que efectivamente lo haga es visto, cuando menos, como un excéntrico. Tal como sucede con otras nociones especulativas y ligeramente amenazadoras, para probar que el juego animal existe se han introducido criterios difíciles de satisfacer, e incluso cuando estos criterios son saldados, la mayoría de las veces las investigaciones tratan de exhibir cómo el juego debe tener una función reproductiva o de supervivencia a largo plazo, lo que parece ser un impulso caníbal dirigido en contra de las revelaciones de las propias investigaciones.

 

A pesar de ello, aquellos que indagan en este propósito se encuentran forzados a concluir que el juego existe en el mundo animal. Y tal existe no sólo entre especies intrascendentes como monos, delfines o perros, sino entre otras improbables especies como ranas, peces, salamandras, cangrejos y sí, incluso hormigas –que no sólo se involucran en actividades frívolas como individuos, sino que también han sido observadas, desde el siglo XIX, como partícipes de “guerras”, aparentemente sólo por diversión.

 

¿Por qué juegan los animales? Bueno, ¿y por qué no? La verdadera pregunta es: ¿Por qué la existencia de una acción respaldada por el puro placer de llevarla a cabo, o el ejercicio de poderes por el placer de ejercerlos, nos parece algo enigmático? ¿Qué nos dice sobre nosotros mismos el asumir instintivamente que así es?

 

La supervivencia de los inadaptados

 

Cuando la ciencia Darwiniana de principios del siglo XIX se encontraba incipiente, la tendencia en el imaginario colectivo era la de percibir al mundo biológico a través de términos económicos. Después de todo, Charles Darwin tomó prestado el término “la supervivencia del más apto” del sociólgo Herbert Spencer, ese querido robber baron. Spencer, a su vez, quedó impactado por cómo los fuerzas que amparaban a la selección natural en El origen de las especies compaginaban con sus propias teorías económicas del laissez-faire. La competencia por los recursos, el cálculo racional de las ventajas y la gradual extinción de los débiles fueron tomadas como las directrices del universo.

 

Las apuestas para que esta nueva visión de la naturaleza se convirtiera en el escenario de una disputa brutal por la existencia eran altas, pero las objeciones no tardaron en llegar. Una escuela alternativa del Darwinismo nació en Rusia, enfatizando no la competencia, sino la cooperación como el motor del cambio evolutivo. En 1902 esta aproximación a la evolución encontró una voz en un libro popular, El apoyo mutuo: un factor de evolución, escrito por el naturalista y revolucionario anarquista panfletario Piotr Kropotkin. Como explícita respuesta a los darwinistas sociales, Kropotkin argumentó que toda la base teoríca que pretendía sostener al darwinismo social estaba errada: que las especies que mejor habían cooperado tendían a ser más competitivas en en largo plazo. Kropotkin, nacido príncipe (renunció al título nobiliario cuando joven), pasó muchos años en Siberia como naturalista y explorador, antes de ser encarcelado en las revueltas revolucionarias, para posteriormente escapar y huir a Londres. El apoyo mutuo se hizo a través de una serie de ensayos escritos como respuesta a Thomas Henry Huxley, un reconocido darwinista social, y como resumen de la noción rusa, la cual advertía a la competencia como un factor que indudablemente conducía la evolución tanto social como natural, pero proponía a la cooperación como el factor decisivo a la larga.

 

El desafío ruso fue tomado con bastante seriedad por la biología del sigo XX –particularmente entre la emergente subdisciplina de la psicología evolucionista– aun siendo poco mencionado ex profeso. De hecho, el desafío venía adherido a un asunto más amplio, “el problema del altruismo”– otra frase tomada prestada de los economistas, la cual rivalizaba con el argumento de los teóricos de las ciencias sociales acerca de las “elecciones racionales”. Era una interrogante que ya había puesto en conflicto al propio Darwin: ¿Por qué los animales deberían sacrificar sus ventajas individuales por otros? Porque nadie puede negar que lo hacen algunas veces. ¿Por qué un animal de manada debe atraer atención potencialmente letal hacia él, para alertar al resto que un depredador se acerca? ¿Por qué las abejas obreras se matan a sí mismas para proteger a la colmena? Si para promover una explicación científica sobre el significado del comportamiento necesitamos atribuir motivos racionales y de maximización, entonces, ¿precisamente qué está tratando de maximizar una abeja kamikaze?

 

La respuesta eventual todos la sabemos, y el descubrimiento de los genes la hizo posible. Los animales simplemente tratan de maximizar la propagación de su propio código genético. Curiosamente, esta visión –a veces referida como neo-darwinista– fue desarrollada en amplitud por figuras que se consideraban a ellos mismos como radicales de algún tipo. Jack Haldane, un biólogo marxista, trataba de incomodar moralistas ya en los años 30 sosteniendo que, como cualquier otra entidad biológica, el estaría feliz de sacrificar su vida en favor de “dos hermanos u ocho primos”. Pero la epítome de esta línea de pensamiento llegó con el libro El gen egoísta, escrito por el militante ateo Richard Dawkins. En esta obra se insistía en que todas las entidades biológicas, en lugar de ser concebidas como “robots torpes” podían bien serlo como “existosos gángsters de Chicago” expandiendo toscamente su territorio movidos por un deseo insaciable de propagarse. Estas descripciones eran comúnmente atenuadas por acotaciones como “Claro que esto es una metáfora, los genes realmente no quieren o hacen nada”. Pero en realidad, los neo-darwinistas eran conducidos hacia sus conclusiones por sus asunciones primigenias: que la ciencia demanda explicaciones racionales, lo que significa atribuir motivos racionales a todos los comportamientos, y que la motivación racional en animales sólo puede ser catalogada como tal, si cuando observada en humanos es descrita como egoísmo o codicia. Los neo-darwinistas fueron más allá que su variedad victoriana. Si la vieja guardia de darwinistas sociales como Herbert Spencer veían a la naturaleza como un mercado, aunque inusualmente violento para la supervivencia, la nueva versión era totalmente capitalista. Los neo-darwinistas no sólo asumieron la lucha por la supervivencia, sino que imaginaron todo un universo de cálculos racionales motivados por un aparente impulso irracional hacia un crecimiento ilimitado.

 

De cualquier modo, así es como fue entendido el desafío ruso. El verdadero argumento propuesto por Kropotkin es mucho más interesante. En realidad, gran parte de él se centra en cómo la cooperación animal muchas veces no tiene nada que ver con la supervivencia o la reproducción, sino como una forma de placer en sí mismo. “Emprender vuelos en parvada sólo por el placer de hacerlo es bastante común en muchas clases de aves,” escribió. Kropotkin ofrece múltiples ejemplos de juegos sociales: parejas de vuitres dando vueltas para su propio espectáculo, liebres tan interesadas en boxear con otras especies hasta el punto de llegar a aproximarse (imprudentemente) a zorros, bandadas de aves desempeñando maniobras estilo militar, grupos de ardillas reuniéndose para pelear o llevar a cabo juegos similares:

 

Sabemos que, actualmente, todos los animales, empezando por las hormigas, pasando por las aves, y terminando con los mamíferos más grandes, cuentan con antecedentes de juegos en su historial, pelear, correr uno detrás del otro, intentar capturarse, engañarse, entre otros. Y mientras muchos juegos son, por decir algo, una escuela que forma un comportamiento apropiado para el animal joven en la vida madura, hay otros que son, al margen de fines utilitarios, meras manifestacines de un exceso de energía –“la alegría de la vida”, y el deseo de comunicarse de alguna forma con otros individuos ya sean de la misma o de una especie distinta– es decir, una manifestación de un comportamiento social apropiado, lo que representa una herramienta distintiva de todo el mundo animal.

 

Para ejercitar nuestras capacidades hasta el máximo es necesario encontrarle placer a la propia existencia, y con criaturas sociales, tales placeres son proporcionalmente amplificados cuando son desempeñados en compañía. Desde la perspectiva rusa, esto no necesita ser explicado. Es simplemente la vida como es. No se necesita explicar por qué las criaturas desean estar vivas. La vida es un fin en sí mismo. Y si la vida consiste en tener poderes –correr, saltar, pelear, volar por los aires– entonces, seguramente, el ejercicio de dichos poderes es un fin en sí mismo y no debe ser explicado tampoco. Sólo es una extensión del mismo principio.

 

Friedrich Schiller ya había argumentado en 1795 que es precisamente en el juego en donde se encuentran los orígenes de la auto-consciencia, y por lo tanto la de libertad, y por lo tanto de la moralidad. “El hombre juega sólo cuando es un hombre en el más extenso sentido de la palabra,” escribió Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre, “y sólo es completamente un hombre cuando está jugando.” Si esto es así, entonces Kropotkin estaba en lo correcto, y entonces los resplandores de la libertad, o incluso de la vida moral, empiezan a aparecer a nuestro alrededor por doquier.

 

Parece sorprendente que esta consideración en el argumento de Kropotkin fuera ignorada por los neo-darwinistas. A menos que “el problema del altruismo”, la cooperación por placer como un fin en sí mismo, simplemente no pudiera ser habilitado para fines ideológicos. De hecho, la versión de la lucha por la supervivencia que emergió en en el siglo XX le dio menos espacio aun que la antigua versión victoriana. El propio Herbert Spencer no tuvo empacho en asumir la idea de que los animales jugaran sin propósito alguno, disfrutando meramente de un excedente energético. Así como un industrial o un vendedor podía ir a su hogar y jugar cribbage o polo, ¿por qué no podría divertirse un poco un animal que exitósamente ha sorteado la lucha por la supervivencia? Pero en una nueva versión de la evolución estrictamente capitalista, donde la urgencia por la acumulación no tiene límites, la vida no era más un fin en sí mismo, sino un simple instrumento útil para la propagación de secuencias de ADN –y la existencia misma del juego era un motivo de escándalo.

 

¿Por qué yo?

 

No es sólo el hecho de que los científicos sean reacios a emprender un camino que pueda llevarlos a concebir el juego entre animales –y por tanto las semillas de la auto-consciencia, libertad y vida moral. Muchos de ellos encuentran ya dificil identificar justificaciones para imputarle a los humanos alguno de estos rasgos. Una vez que reduces a todos los seres vivos a su equivalente de actores de mercado, máquinas racionales y calculadoras afanadas en propagar su código genético, aceptas que, no sólo las células que conforman nuestros cuerpos, sino que también nuestros inmediatos ancestros, adolecían de cualquier ápice de auto-consciencia, libertad o vida moral– lo que vuelve difícil de entender cómo o por qué la consciencia (una mente, un alma) pudo haber evolucionado en primer lugar.

 

El filósofo norteamericano Daniel Dennet enmarca el problema con bastante lucidez. Tomemos a las langostas, argumenta –son sólo robots. Las langostas pueden arreglárselas con ningún sentido de sí en absoluto. No puedes preguntar cómo es ser una langosta. Es como ninguna otra cosa. Ellas no tienen nada que siquiera sugiera consciencia; son máquinas. Pero si esto es así, Dennet continúa, lo mismo deber ser asumido a través de toda la escala de complejidad evolucionaria, desde las células vivas que componen nuestros cuerpos hasta las elaboradas criaturas como monos y elefantes, los que, a pesar de sus cualidades aparentemente cuasi-humanas, no se puede probar que piensen lo que hacen. Esto es hasta que, intempestivamente Dennett llega a los humanos, los que sin embargo –mientras planean en piloto automático al menos el 95% del tiempo–, parecen tener esta noción del “yo”, esta consciencia de sí injertada en ellos, que ocasionalmente se muestra para desempeñar funciones supervisorias, interviniendo para decirle al sistema que busque un nuevo trabajo, que deje de fumar, o que escriba un paper académico sobre los orígenes de la consciencia. En palabras de Dennett,

 

Sí, tenemos alma. Pero está formada por muchos robots diminutos. De alguna forma, las trillones de células robóticas (e inconscientes) que componen nuestros cuerpos se configuran a sí mismas como sistemas que interactúan en pos de sustentar actividades que tradicionalmente hemos asignado al alma, al ego o al yo. Ya que hemos concedido que los robots simples son inconscientes (sabiendo que los tostadores, termostatos y teléfonos son inconscientes), ¿por qué no podrían los grupos de esos robots hacer  proyectos más ambiciosos sin tener que constituirme? Si el sistema inmune tiene su propia mente, y la coordinación ojo-mano que recolecta moras tiene mente propia, ¿por qué molestarse en hacer una súper-mente que lo supervise todo?

 

La respuesta del propio Dennett no es particularmente convincente: él sugiere que hemos desarrollado consciencia para poder mentir, lo cual representa una ventaja evolutiva. (Si esto es así, ¿acaso los zorros no serían conscientes?) Pero la cuestión cobra dificultad cuando te preguntas cómo es que sucede el “gran problema de la consciencia”, tal como lo llama David Chalmers. ¿Cómo es que las células robóticas y los sistemas se combinan de forma en que se dé lugar a experiencias cualitativas: percibir la humedad, saborear el vino, adorar la cumbia pero ser indiferente a la salsa? Algunos científicos son lo suficientemente honestos para admitir que no tienen ni la menor idea de cómo dar crédito de experiencias como éstas, y sospechan que nunca la tendrán.

 

¿Los electrones bailan?

 

Hay una salida para este dilema, y el primer paso es considerar que nuestro punto de partida es incorrecto. Reconsideremos a la langosta. Las langostas tienen una mala reputación entre los filósofos, quienes frecuentemente las toman como ejemplos de criaturas que no piensan, ni sienten. Quizá sea porque este es el único animal que la mayoría de ellos ha matado con sus propias manos antes de comérselo. Sería al menos incómodo arrojar a la olla con agua hirviendo a una criatura sensible y pensante; es necesario decirse a uno mismo que la langosta en realidad no está sintiendo nada. (Por alguna razón, parece ser que la excepción a la regla se encuentrea en Francia, lugar donde Gérard de Nerval solía pasear con una correa a su langosta mascota y donde alguna vez Jean-Paul Sartre se obsesionó eróticamente con las langostas después de abusar de la mescalina). Sin embargo, la observación científica ha revelado que aun las langostas participan de algunas formas de juego –manipulando objetos por el placer de hacerlo. Si ése es el caso, llamar a esas criaturas “robots” sería corromper por completo el significado de la palabra “robot”. Las máquinas no pierden el tiempo. Pero si las criaturas vivientes no son robots después de todo, muchos de estos espinosos asuntos parecen desvanecerse.

 

¿Qué pasaría si actuamos desde la perspectiva inversa y accedemos a tratar al juego no sólo como una anomalía, sino como nuestro punto de partida, como un principio que ya se presenta no sólo en langostas, sino en todas las criaturas vivas, así como en cada nivel donde físicos, químicos y biólogos puedan encontrar “sistemas auto-organizados”?

 

No es tan descabellado como podría sonar.

 

Los filósofos de la ciencia que se han enfrentado a este rompecabezas sobre cómo la vida puede surgir de la materia muerta o cómo los seres conscientes pueden evolucionar a partir de microbios, han desarrollado dos tipos de explicaciones.

 

La primera explicación es el llamado emergentismo. Lo que este paradigma argumenta es que, cuando se ha alcanzado cierto nivel de complejidad, tiene lugar un salto cualitativo en el que pueden “emerger” nuevas leyes físicas –estas nuevas leyes pueden usar como referencia el precedente que dejan las antiguas, pero no se pueden reducir a éstas. En este sentido, podríamos decir que las leyes de la química emergieron de las físicas: las leyes de la química presuponen las leyes de la física, pero no se pueden reducir para caber completamente en ellas. Siguiendo esta lógica, las leyes de la biología emergen de la química: obviamente se necesita entender los componenetes químicos en un pez para entender como nada, pero los componentes químicos solos jamás podrán entretener una explicación cabal. Así, se podría decir que la mente humana emerge de las células que la componen.

 

Los adeptos a la segunda explicación, al llamado panfisicismo o panexperientalismo, están de acuerdo acerca de la posible veracidad del argumento del emergentismo, pero consideran que es insuficiente. Tal como lo ve el filósofo británico Galen Strawson, imaginar que la transición, de ser materia sin sentido hasta ser capaces de discutir la existencia de materia sin sentido, se haya dado en tan sólo dos pasos, es darle al emergentismo demasiado trabajo. Debe haber algo ahí, en cada nivel de la existencia material, incluso en las partículas subatómicas –algo, sin importar cuan mínimo o embriónico sea, que haga que las cosas que solemos pensar como la vida (o aun la mente) sean lo que pensamos– para que ese algo pueda organizarse en niveles más y más complejos hasta eventualmente producir seres auto-conscientes. Ese “algo”, de hecho, debe ser efectivamente mínimo: algún sentido rudimentario de responsibilidad con el entorno propio, algo como anticipación, algo como memoria. Sin reparar en lo rudimentario, debe existir para que los sistemas auto-organizables como moléculas o átomos puedan auto-organizarse en primer lugar.

 

Todo tipo de preguntas están en juego en este debate, incluyendo el antiquísimo problema del libre albedrío. Tal cual lo habrán evaluado una inumerable cantidad de adolescentes –a menudo mientras drogados, contemplando por primera vez los misterios del universo– si los movimientos de las partículas que componen nuestros cerebros están determinados por las leyes naturales, ¿cómo podemos decir que poseemos libre albedrío? La respuesta estándar es que sabemos, desde Heisenberg, que los movimientos de las partículas atómicas no están predeterminados; la física cuántica puede predecir a qué posición tienden a saltar los electrones en una situación dada, por ejemplo, pero es imposible predecir hacia dónde un electrón en específico saltará en una instancia particular. Problema resuelto.

 

Excepto que, no realmente –todavía falta algo. Si todo esto significa que las partículas que componen nuestros cerebros saltan por ahí de forma aleatoria, uno aún tendría que imaginar alguna entidad (“mente”) inmaterial y metafísica que interviene para guiar las neuronas en direcciones no-aleatorias. Pero eso sería paradójico: necesitarías tener una mente para hacer que tu cerebro actuara como una mente.

 

En contraste, si concedemos que esas movimientos no son aleatorias, podemos empezar a pensar en explicaciones materiales. Y la presencia de infinitas formas de auto-organización en la naturaleza –estructuras que se mantienen en equilibrio a sí mismas dentro de su propio entorno, desde campos electromagnéticos hasta procesos de cristalización– le proporcionan a los panfisicistas copioso material para trabajar. Es cierto, ellos argumentan, puedes insistir en que estas entidades ya sea que sólo “obedezcan” leyes naturales (leyes cuya existencia no necesita ser explicada) o que se muevan de manera completamente aleatoria… pero si lo haces, es sólo porque en realidad has decidido que esa es la única forma en que quieres mirarlo. Y esto deja al hecho de que tienes una mente capaz de tomar tales decisiones como un total misterio.

 

Esta aproximación siempre ha sido un posicionamiento adoptado apenas por una minoría. Durante gran parte del siglo XX, fue desplazado por completo. Es fácil hacer mofa de él. (“Espera, ¿de verdad estás sugiriendo que las mesas pueden pensar?” No, de hecho nadie sugiere tal cosa; el argumento es que esos elementos auto-organizados que componen mesas, como hacen los átomos, exhiben formas extremadamente simples de las cualidades que, en un nivel exponencialmente más complejo, consideramos pensamiento.) Pero en años recientes, acentuado por una inédita popularidad, en algunos círculos intelectuales de las ideas de filósofos como Charles Sanders Peirce (1839-1914) y Alfred North Whitehead (1861-1947), se empieza a vislumbrar una suerte de renacimiento.

 

Curiosamente son, en gran parte, los físicos quienes se han mostrado receptivos con tales ideas. (También los matemáticos –quizás no tan sorprensivamente, ya que Pierce y Whitehead empezaron sus carreras como matemáticos.) Los físicos son criaturas más juguetonas y menos rígidas que, digamos, los biólogos –esto, sin duda, se debe en gran parte a que no tienen que entrar en disputas con fundamentalistas religiosos que desafíen las leyes de la física. Son los poetas del mundo científico. Si ya uno está en la tesitura de aceptar objetos de trece dimensiones o un número infinito de universos alternativos, o de casualmente sugerir que el 95% del universo está hecho de materia oscura y energía de cuyas propiedades no sabemos nada, entonces tal vez no sea un gran salto contemplar la posibilidad de que las partículas subatómicas tengan “libre albedrío” o incluso experiencias. De hecho, la existencia de la libertad a un nivel subatómico ya es motivo de un debate acalorado.

 

¿Es significativo decir que el electron “decide” saltar de la forma que lo hace? Obviamente, no hay manera de probarlo. La única evidencia que podríamos tener (que no podemos predecir lo que sucederá) ya la tenemos. Pero eso es difícilmente decisivo. Aún, si alguno quiere una explicación materialista acerca del mundo –eso es, si no se deseara apreciar a la mente como un entidad suernatural impuesta al mundo material, sino como simplemente una más compleja organización de procesos que ya suceden en cada nivel de la realidad material– entonces hace sentido que algo al menos un poco parecido a la intencionalidad, algo al menos parecido a la experiencia, algo al menos parecido a la libertad, tendría que existir en cada nivel de la realidad física también.

 

¿Entonces, por qué la mayoría de nosotros reculamos ante tales conclusiones? ¿Por qué lucen tan descabelladas y anti-científicas? O entrando más profundamente en materia, ¿por qué estamos perfectamente dispuestos a atribuirle potestad a una cadena de ADN (aunque sea “metafóricamente”), pero consideramos absurdo hacer lo mismo con un electrón, un copo de nieve o a un campo electromagnético? La respuesta, parece, es porque es imposible atribuirle interés personal a un copo de nieve. Si nos convenciéramos a nosotros mismos que una explicación racional de un acto sólo puede existir si éste es tratado como si hubiera detrás suyo alguna clase de cálculo egoísta, es por ello que por definición, en los niveles citados, las explicaciones racionales no pueden encontrarse. Sin tomar en cuenta a las moléculas de ADN, de las que al menos pretendemos que persiguen algún proyecto gangsteril con despiadados motivos de auto-engrandecimiento, un electrón sencillamente no tiene ningún interés material que perseguir, ni siquiera la supervivencia. No tendría sentido competir con otros electrones. Si un electrón está actuando libremente –y si, como se le atribuye haber dicho a Richard Feynman, “hace lo que quiere”– sólo puede estar actuando libremente como si hacerlo fuera un fin en sí mismo. Lo que significaría que en los propios fundamentos de la realidad física encontramos libertad por sí sola –que a su vez, significa que encontramos la forma mas rudimentaria del juego.

 

Nadar con los peces

 

Déjanos imaginar un principio. Llámalo el principio de la libertad –o, ya que las locuciones latinas tienden a agregar más peso a este tipo de cuestiones, llámalo el principio de la libertad lúdica. Déjanos imaginar que sostiene que el libre ejercicio de los poderes o capacidades más complejas de una entidad tenderán, al menos bajo ciertas circunstancias, a convertirse en un fin en sí mismo. Obviamente no sería el único principio activo en la naturaleza. Otros principios empujan hacia otras direcciones. Pero ayudaría explicar lo que actualmente observamos, así como por qué, muy a pesar de la segunda ley de la termodinámica, el universo parece sumar, y no restar, más complejidad. Los psicólogos evolucionistas claman poder explicar –como lo hace el título de un libro reciente– “por qué el sexo es divertido”. Lo que no pueden explicar es por qué lo divertido es divertido. Esto podría.

 

No niego que lo que he presentado hasta ahora es una feroz simplificación de asuntos muy complicados. Ni siquiera digo que la posición que aquí sugiero –que existe un principio del juego en la base de toda la realidad física– es necesariamente cierta. Sólo insistiría que tal perspectiva es al menos plausible como la serie de especulaciones raramente inconsistentes que actualmente constituyen la ortodoxia, en la cual un inconsciente y robótico universo intempestivamente produce poetas y filósofos de la nada. No pienso que ver el juego como un principio de la naturaleza signifique adoptar alguna especie de visión utópica turbia. El principio del juego puede ayudar a explicar por qué el sexo es divertido, pero también por qué lo es la crueldad. (Como cualquiera que ha atestiguado a un gato jugando con un raton puede certificar, muchos de los juegos animales no son particularente agradables). Pero nos da una base para descreer el mundo que nos rodea.

 

Hace años, cuando enseñaba en Yale, algunas veces asignaba una lectura que contenía una famosa historia taoista. Yo ofrecía una “A” a cualquier estudiante que pudiera decirme por qué la última línea tenía sentido. (Nadie jamás tuvo éxito.)

 

Zhuangzi y Huizi caminaban sobre un puente por el Río Hao, cuando el primero observó, “¡Mira cómo los pececillos nadan entre las rocas! Esa es la felicidad de los peces”

 

“Tú no eres un pez”, dijo Huzi, “¿Cómo puedes saber qué hace feliz a un pez?”

 

“Y tú no eres yo”, dijo Zhuangzi, “¿Cómo puedes saber que yo no sé lo que hace feliz a un pez?”

 

“Si yo, sin ser tú, no puedo saber lo que tú sabes”, repuso Huizi, “¿No sigue la misma lógica el hecho de que tú, sin ser un pez, no puedes saber lo que hace feliz a un pez?”

 

“Volvamos al incio”, dijo Zhuangzi, “a tu pregunta original. Tú me preguntaste cómo sabía lo que hace feliz a un pez. El hecho de que tú preguntes muestra que tú sabías que yo sabía –y lo sabía a través de mis propios sentimientos sobre este puente.”

 

La anécdota usualmente es tomada como una confrontación entre dos aproximaciones irreconciliables del mundo: la lógica contra la mística. Pero si eso es cierto, ¿entonces, por qué Zhuangzi, el que lo escribió, se muestra a sí mismo como derrotado por la lógica de su amigo?

 

Después de darle vueltas a esta historia por años, me conmocionó reparar en que ése era el punto. A todas luces, Zhuangzi y Huizi eran mejores amigos. Les gustaba pasar horas discutiendo de esta forma. Seguramente, eso es lo que Zhuangzi advertía. Podemos entender lo que el otro siente porque, discutiendo sobre los peces, estamos haciendo exactamente lo que los peces hacen: nos divertimos, haciendo algo que hacemos bien por el puro placer de hacerlo. Incursionando en una forma de juego. El sólo hecho de que tú te sientieras incitado a tratar de ganarme en una discusión y estuvieras feliz de ser capaz de hacerlo, muestra que la premisa que argüías debe ser falsa. Ya que incluso los filósofos están motivados de forma primigenia por tales placeres, por el ejercicio de sus elevados poderes por el gusto de hacerlo, entonces seguramente esto es un principio que existe en cada nivel de la naturaleza –que es por lo que podemos espontáneamente identificarlo, también, en peces.

 

Zhuangzi estaba en lo correcto. También June Thunderstorm. Nuestras mentes son sólo parte de la naturaleza. Podemos entender la felicidad de los peces –u hormigas, o gusanos– porque lo que nos impulsa a pensar y a argumentar acerca de tales asuntos es, en última instancia, exactamente lo mismo.

 

¿Acaso no fue eso divertido?

 

Henrik Drescher para The Baffler


Artículo escrito por David Graeber para The Baffler en enero del 2014

Traducido por Cuauhtémoc González Magdaleno

 

No tengo permiso para publicar esta traducción, pero estoy seguro que David Graeber lo disfrutaría mejor así.

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