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La espiritualidad del PIB.

Ya no logro contar cuántas vendas de los ojos nos ha removido este periodo de confinamiento, pero la que hoy me interesa, es la remarcada tendencia a idealizar la economía por las tasas de crecimiento en su Producto Interno Bruto (PIB), una medida bastante sesgada que deja de fuera lo que habría de entenderse como el núcleo de la economía, el bienestar de quienes la reproducen. 

En un principio, cuando el capitalismo se reinventó en su fase neoliberal, seguir de cerca el nivel de crecimiento de las economías globales parecía hasta disruptivo, fomentar la tendencia en el país casi 30 años después, roza lo obsoleto.

Los pronósticos de todos los organismos internacionales no paran de reajustarse desde que inició el año, lo propio ha hecho el equipo de la administración actual del país, reajuste tras reajuste, para solventar las expectativas y no dejar al barco hundirse, siendo entusiastas y creyendo que el barco resiste a flote, por supuesto. La primer advertencia llegó hace poco más de una década, los países desarrollados difícilmente sobrevivirían los embates, los no desarrollados recién se recuperaban de la lona cuando un recto los regresó sin piedad. Es absurdo creer que se podría haber evitado, sin embargo, de haber creado un mínimo de condiciones, los estragos reflejarían un saldo distinto.

Los comentarios ecofascistas abundaron por un tiempo en redes sociales, centrando a la raza humana como la destructora y acaparadora de espacios que no le pertenecen. Si bien el argumento no peca de falso, sí lo hace de ambiguo y, por ende, de andar con pies de plomo al verterlo. Respaldar la culpabilidad de la raza en la devastación sería ignorar la dinámica que ha llevado a la propia raza al eslabón en el que hoy día se encuentra. Querer reducir el desplazamiento de otras especies a costa del protagonismo humano es quedarse a la mitad ya que la desigualdad hace lo correspondiente con su símiles (en términos biológicos). 

Identificar las causas de la creciente desigualdad en el mundo y más aún en los países tan sujetos al decálogo de Washington1, donde se resumen las medidas para implementar un Estado neoliberal, nos obliga a abordar la problemática de carencias sociales que rompe con el principio de universalidad en el acceso a la seguridad social tan defendida en los lejanos tiempos caracterizados por Estados de Bienestar. La desigualdad ya se mide, lo mismo ocurre con el alcance de las políticas públicas, la esperanza de vida, la calidad de vida, incluso la felicidad con la que se desarrollan los individuos dado su eterno desenvolvimiento en un sistema regido por la producción.

Por lo anterior, la creencia de crecer para distribuir se ha probado como errónea, no existe dilema en cuál sucede al otro. Alejar al trabajador de la defensa laboral ha sido el inicio de una relación de completa sumisión donde el bienestar pierde importancia ante el enaltecimiento de los rendimientos y del crecimiento. La insaciable acumulación desampara a los deciles más bajos de la pirámide poblacional, privándolos de derechos básicos a pesar de los niveles de productividad alcanzados y reflejados en el PIB. 

En necesario replantear los indicadores macroeconómicos para que éstos reflejen el impacto de la producción en la calidad de vida, en el salario, en la media de carencias, en la capacidad de acceso a la movilidad social, entre otras y, con mayor urgencia, ceder espacios a la discusión de la sustentabilidad de recursos para mejorar la calidad de vida. No es cuestión de encontrar la piedra filosofal de la economía, los indicadores ya están planteados, lo urgente es voltearlos a ver, reflexionarlos y centrar la discusión sobre ellos con la perspectiva de una reinvención sustantiva dirigida a solventar una adecuada calidad de vida. Mientras no se encuentre forma de cuantificar la espiritualidad, la alternativa se puede dirigir en este sentido.

Office in a Small City Painting by Edward Hopper Art | Etsy
Edward Hopper, Office in a Small City (1953) 
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1 Término acuñado por John Williamson «

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