Ir al contenido principal

El discreto (y pernicioso) encanto del heroísmo

“El instinto común de la humanidad por la realidad […] ha mantenido siempre que el mundo era esencialmente un teatro para el heroísmo”1.

El teatro que ha montado el 2020 tiene todo puesto para la irrupción de un héroe. Drama tras drama y tragedia a tragedia, los meses han transcurrido entre una pandemia interminable, temblores, hackers y conflictos sociales aparentemente irreconciliables.

La invitación está sobre la mesa, la necesidad emerge obvia y las ganas existen porque, ¿quién no quiere ser un héroe?

La voluntad para ser un héroe tiene una base psicológica profunda la cual, según Ernest Becker2, se deriva de un narcisismo inherente al ser humano y de la construcción de nuestra autoestima. Combinadas germinan en nosotros la necesidad por satisfacer un sentimiento de valor primordial, de unicidad y de utilidad. La promesa de nuestro eventual heroísmo es el sobreentendido de que nuestra existencia tiene una función.

Normalmente pasamos de largo intentando no estacionarnos en este tipo de disyuntivas existenciales. Sin embargo, “normalmente” es una palabra que ni aplica ni explica lo que ha ocurrido en los meses precedentes, en los que la opción de eludir tamañas disyuntivas se nos escapa. 

La discusión acerca de lo esencial golpea profundamente nuestro sentimiento de utilidad: no queremos sentirnos prescindibles. Y, a pesar de que tal debate gira alrededor de las actividades que desempeñamos, es casi imposible no sentirnos personalmente aludidos.

Para justificar que nuestra existencia no carece de valor, nos contamos modestas historias sobre nosotros mismos, compatibles con la cultura en la que nos desenvolvemos. Estas historias abandonan la idea del heroísmo de los dioses, de los grandes próceres de la historia o aún de la ficción, pero reconoce y se aferra al heroísmo de las pequeñas cosas; de lo cotidiano, como cocinar, ejercitarnos, desarrollar alguna nueva actividad o realizar nuestro trabajo.

El rastreo de lo heroico en la vida diaria está limitado por la convención social. Es muy probable que identifiquemos nuestras personales convicciones heroicas proyectadas en nuestro actuar cotidiano, pero no dejamos de escandalizarnos si alguien transgrede la discreción de estos impulsos compartidos autoproclamándose poderoso, trascendente o cualquier otro epíteto asociado al héroe.

Aparentemente, entonces, en tanto conservemos el recato en nuestra búsqueda de heroísmo, no sólo nos protegemos del ostracismo y la burla, sino que nos hacemos de un arma valiosa en contra de las corrosiones que nuestro espíritu sufre cuando nos preguntamos si nuestra vida tiene algún sentido. Y puede que esto sea cierto, pero ¿qué otras implicaciones tiene explicar la vida a través del relato heroico?

“Creo que si cada uno de nosotros admitiese su anhelo de ser un héroe, nos encontraríamos ante una descarga de verdad devastadora. Provocaría que exigiéramos a la cultura que nos diese lo que nos debe: un sentimiento primordial del valor del ser humano como partícipe único de la vida cósmica. ¿Cómo se las arreglarían nuestras sociedades para satisfacer una petición tan auténtica sin removerse hasta sus cimientos?”3

No es pernicioso per sé el tratamiento heroico que le damos a nuestros logros. Lo peligroso es que estos logros juegan un papel dentro de estándares de heroísmo definidos por una cultura que cada vez somos menos capaces de criticar en la medida en que buscamos ser sus máximos exponentes: en la medida en que aspiramos a ser héroes.

Aunque, sin duda, no sería posible sin un grupo de personas detrás, quien cuenta con más credenciales para cumplir el perfil del héroe que la pandemia requiere, no es precisamente una persona. La vacuna se postula como la protagonista en una historia cuyo villano podría ser desde –y según convenga– el ignoto gastrónomo que inventó la sopa de murciélago, Bill Gates, George Soros, López-Gatell o hasta la Organización Roba Líquido de Rodillas.

Y prepárense, porque en los próximos meses veremos desde los más burdos hasta los más convincentes intentos de hinchar de significado a esta narrativa de buenos y malos, de héroes y villanos. De cómo la humanidad y su cultura, que no le estaban haciendo daño a nadie, sufrieron la violencia de la impredecible naturaleza y de cómo, finalmente, pudieron revertirlo y seguir su camino hacia el edificante porvenir de la humanidad al que, a todas luces nos dirigíamos (¿o alguien lo duda?). 

Como un ejemplo tropical pero muy nuestro, está la moción de llamar al campeonato de fútbol mexicano, a disputarse en un par de semanas, como Guardianes 2020, en alusión al personal de la red de salud nacional. El original auspiciante de este torneo es el banco español BBVA que no dudó un segundo en ceder el espacio que indudablemente merecía para agradecer a doctoras, enfermeros, etc., por su encomiable labor para la sociedad, que es sólo a veces, menos visible que la encomiable labor que realiza BBVA a diario por nosotros. 

No quisiera confundir a nadie con el sarcasmo desprolijo: ni soy antivacunas, ni desmerezco el trabajo del sector salud, ya sea en la esfera pública, privada o hasta doméstica, por toda la gente que se ha improvisado en cuidados médicos en su propia casa o comunidad. Tampoco me olvido del resto de trabajadores, ni de su consigna furiosa y urgente que, de la boca de un usuario del transporte colectivo irrumpió en una impopular marcha al grito de “¡Los obreros movemos a México, pinches ridículos!”

El héroe no necesita justificación, sus actos son la justificación de sí y son la reafirmación de la cultura a la que salva. 

No necesitamos héroes porque nuestra cultura no necesita reafirmarse ni ser salvada, sino cambiarse. No necesitamos colgar carteles con la cara del personal de salud, ni repartir medallas, ni rondas de aplausos. Necesitamos preguntarnos qué símbolos configuran la idea de heroísmo en nuestra cultura para que sólo en estas circunstancias críticas consideremos deseables nuevos símbolos como el trabajo, la risa, la amistad, la familia y el amor. 

Y si hemos de hacerlo, hagámoslo por nuestros propios medios, no a través de una campaña de marketing que explote estos nuevos símbolos y que superficialmente los abrace, sólo para, en el fondo, seguir reforzando la idea de que el héroe es el que tiene más posesiones, el que acumula más dinero, el que detenta más poder, el que hace “lo que tenga que hacerse” para alcanzar el “éxito”.

La posibilidad de que no exista el acto heroico que justifique la vieja normalidad, es la oportunidad que necesitábamos para evaluar todo lo que había de malo en ella y cambiarlo, para sacudir las bases y desafiar los códigos que fundamentan nuestros actuales estándares de heroísmo.

Sólo así, con consciencia, sí, de nuestro deseo connatural de ser héroes y de sus limitaciones mundanas, pero también con consciencia de las condiciones materiales del mundo en que vivimos, es como podemos configurar una referencia heroica que corresponda a nuestra realidad. Una realidad que no necesita de héroes con grandes fortunas que promuevan solidaridad mientras pagan salarios de miseria en localidades ya marginadas, orillándolas a inventar dietas basadas en animales salvajes (¿les suena?).

Cuando eso suceda, no habrá héroes emergentes ni concesiones de heroísmo transitorias y no habrá que tomarse una Coca-Cola, ni donar 5 pesos en la caja de Cinépolis para reconocer la labor de doctores, investigadoras, maestros y trabajadoras. Cuando eso suceda la dominante cultural, la dinámica social y la norma será retribuir con lo justo, todos los días, las heroicidades que nos mantienen vivos y que nos hacen sentirnos vivos, que es aún más importante; desde el músico hasta el ingeniero. Y los rasgos de estos héroes no serán más la fuerza y el poder, sino la empatía, la generosidad y la cooperación.

Ese día entenderemos que los héroes no están en el cielo, ni los villanos en China, que todos estamos aquí por la misma razón y con las mismas ganas de sentirnos aceptados, valorados y queridos. Queremos sentir que nuestra existencia es especial, que tiene sentido y queremos vivir mejor en el proceso y sólo juntos podemos lograrlo. Sólo juntos somos héroes.

Grafiti por Juergen Massen


James, W. (1958) Varieties of Religious Experience: A Study in Human Nature. Nueva York. Basic Books. Pág. 281 «

Becker, E. (2003) La negación de la muerte. Barcelona. Editorial Kairós. Pp. 27-37 «

Ibídem. Pág. 33 «


Comentarios